Las montañas de la luna by Sir Richard Francis Burton

Las montañas de la luna by Sir Richard Francis Burton

autor:Sir Richard Francis Burton [Burton, Richard Francis, Sir]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Crónica, Viajes
editor: ePubLibre
publicado: 1856-01-01T00:00:00+00:00


CAPÍTULO IX

SALIMOS DE CAZÉ.—DELICIAS DE LA PUESTA DE SOL.—MAL ESTADO DE MI SALUD.—LLEGAN LOS GÉNEROS.—LOS ÁRABES DE KIRIRA.—EL MSENÉ, SUS RECURSOS Y SUS HABITANTES.—DESPIDO A LOS HOMBRES DE KIDOGO —EL SAGOZI Y SU NOBLEZA.—PASO DEL MALAGARAZI.—FERTILIDAD DE LA TIERRA DE LA LUNA. RECUERDOS TRADICIONALES.—ANARQUÍA.—EL GRAN LAGO.

Después de muchos titubeos, el capitán Speke me precedió el 5 de diciembre, y estableció el campamento en Zimbili, colina alargada que se prolonga de norte a sur, a dos horas de marcha del emplazamiento de los árabes. Yo seguí al capitán al cabo de tres días.

Mi estado, a decir verdad, no podía ser peor. Estaba más muerto que vivo y sólo con gran trabajo podía soportar el movimiento que imprimían los porteadores a mi hamaca. Los beluchistanos fueron los primeros en levantar el campamento, seguidos por algunos hombres de Kidogo. Más tarde llegaron los conductores de los asnos, y finalmente seis nuevos cargadores nos ofrecieron sus servicios.

Había recobrado un poco las fuerzas y me disponía a dejar Zimbili cuando vinieron a decirme que la caravana que esperábamos hacía siete meses que estaba en Rubuga, detenida por la deserción de una parte de sus miembros. Esto supuso un nuevo retraso, aunque esta vez necesario. Speke tomó otra vez el camino de Cazé, a fin de recoger nuestras mercancías, y acordamos que yo iría a la estación siguiente para buscar porteadores.

El 15 de diciembre, a las diez, me coloqué en la litera, llevada por seis esclavos que Snay-ben-Emir me había alquilado al precio de seis libras de cuentas blancas por cabeza, para ir hasta Msené.

Después de la larga detención que acababa de sufrir, no pude menos que extasiarme al ver la llanura extendida ante mis ojos, guarnecida a derecha e izquierda por colinas cubiertas de bosques que ondulaban hasta perderse de vista. Dos horas de marcha me condujeron a Yombo, pequeña aldea recientemente establecida, donde tuve que detenerme dos días.

La puesta del sol es en la Tierra de la Luna un espectáculo verdaderamente delicioso. La brisa, llena de frescura, se esparce en ondas embalsamadas como si fuese producida por un inmenso abanico. El cielo transparente es de una pureza perfecta, los vapores densos, inmóviles en la región superior de la atmósfera, se revisten de púrpura y oro, y la tinta rosada del sol poniente es reflejada por todos los accidentes del paisaje. Se experimenta entonces la dulce alegría de vivir: los pajarillos ahuecan sus plumas y cantan el himno del crepúsculo, los antílopes vuelven a su refugio de los bosques, el ganado retoza alegremente, y los hombres se entregan al placer. Todas las mujeres, desde la vieja decrépita hasta la muchacha de doce años, se sientan en pequeños taburetes o en pedazos de madera formando un círculo, y fuman sus grandes pipas de tierra negra.

Fuman con una satisfacción íntima, aspirando lentamente el humo condensado, que después exhalan en ligeros torbellinos que escapan de sus narices. De vez en cuando se refrescan la boca con ramas de mandioca o con una espiga de maíz verde, cocido a la ceniza.



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